lunes, 1 de julio de 2013

La historia real de julio: Tres versiones de Ruanda

Hoy quiero compartir con vosotros tres visiones del dramático conflicto de Ruanda a través de tres versiones. Una de ellas pertenece a una película, "Hotel Rwanda", donde se narra cómo en un antiguo hotel de lujo en este país, el gerente del mismo fue capaz de proteger a decenas de personas frente al ataque indiscriminado que el odio racial provocó en aquel país; otra, pertenece a un capítulo que el periodista polaco Ryszard Kapuscinski dedica, en su libro "Ébano" a este conflicto que asoló Ruanda en la década delos noventa, y que titula "Conferencia sobre Ruanda". Finalmente, también os quiero transmitir la visióin que el antropólogo Jared Diamond realiza en su texto "Colapso", acerca del final de algunas civilizaciones, sobre los hechos que acontecieron en aquellos días.

"Hotel Rwanda" es una película, pero basada en hechos reales. Y, extrañamente, y a pesar de narrar hechos tan dramáticos como los que se cuentan, es capaz de hacerlo en un tono suficientemente cercano para conmovernos, pero también con el ritmo y el enfoque necesarios como para poder visualizarlas en un lenguaje cinematográfico que no nos haga llorar a lágrima viva y nos impida llegar hasta el final de la cinta. Aunque el drama está protagonizado por un actor afroamericano, Don Cheadle, hay dos escenas por parte de intérpretes blancos que nos llaman mucho la atención. Una tiene que ver con el jefe de los Cascos Azules de la ONU que interpreta Nick Nolte, el cual básicamente argumenta, con un punto de desesperación, que va a retirar sus tropas y les va a dejar tirados básicamente porque son negros, y aún peor, de África, y que por tanto no le importan a nadie. En la otra interviene el oscarizado Joaquin Phoenix, y se refiere al origen de la división del país entre hutus y tutsis. Se explica que, cuando los belgas llegaron a colonizar Ruanda, dividieron artificialmente una población homogénea en dos grupos: los tutsis, con rasgos más parecidos a los blancos, y los hutus, con características raciales más negroides. "Pero, si podrían ser hermanas", dice Phoenix refiriéndose a la diferencia entre una hutu y una tutsi que contempla al mismo tiempo, para recalcar las diferencias. La arbitrariedad de la división nos indigna y parece contraria a toda lógica. Más aún por las consecuencias: tras muchos años de sometimiento hutu a manos de los tutsis (belgas mediantes), los hutus decidirían vengarse de la manera más violenta, planeando asesinar a todos los tutsis en una sangrienta guerra civil. Cosa que, después de todo, no nos es extraña: genocidios con motivos mucho más tontos hemos vivido de sobra en Europa.

Kapuscinski matiza la cuestión. Dice que las divisiones entre hutus y tutsis ya existían ante de los belgas. Lo que no está claro -y ahí me apoyo también en otras lecturas- es exactamente cuál es su origen. Los autores hutus que trataron de justificar el genocidio dicen que los tutsis venían de tierras cercanas al Nilo, pero esto se considera una forma de revisionismo histórico (al igual que, según algunos, la visión de que sólo los belgas implantaron el sistema); Kapuscinski prefiere hablar, más que de etnias (el grupo es común, y como se ha mencionado antes, la diferencia de rasgos físicos prácticamente mínima), de castas. Los tutsis eran aquellos que tenían ganado, y los hutus los que cultivaban la tierra, lo cual hubiera motivado la aparición de dos grupos socialmente diferenciados, uno predominando sobre otro. En cualquier caso, parece claro que los belgas fomentaron esa división para sustentar su propio poder. Bien se sabe que los colonizadores no han sido muy protectores con África; conocidas son las atrocidades que el rey Leopoldo de Bélgica realizó en el Congo mientras pasaba por ser un filántropo a nivel internacional. Según Kapuscinski, uno de los grandes problemas (como ocurrió en muchos sitios) tuvo que ver con la descolonización. Los belgas sabían que no podían mantener la situación mucho más tiempo, pero retrasaron la toma de decisiones todo lo posiblemente. Finalmente, en un acto desesperado, alentaron la revuelta de los hutus contra los tutsis (al contrario de lo que habían promovido todo este tiempo), impulsando la huida de miles de tutsis, que acabaron en campos de refugiados en un cinturón alrededor del país centroafricano. Según Kapuscinski, esto fue la madre de todos los problemas. Porque los refugiados tutsis, al levantarse de sus tiendas en los campos de refugiados situadas en regiones llanas, tenían presentes, todas las mañanas, las hermosas, sumergidas entre la niebla, montañas ruandesas... Una visión que no hacía más que aumentar su añoranza por la tierra prometida, y estimular su necesidad de regresar. Y también de vengarse. Y por supuesto, ante esa necesidad perentoria, no se iban a quedar quietos.

Kapuscinski relata entonces una larga historia de ofensivas y contraofensivas entre hutus y tutsis a lo largo de las siguientes décadas. La explicación de cómo nos enteramos del genocidio ruandés de los años 90, pero no de las masacres anteriores, es simple: las guerras en África se suceden en silencio. Miles y millones de víctimas, a veces en una escala desconocidas para los occidentales, se silencian porque no hay periodistas, ni historiadores, ni fotógrafos, y de hecho todo posible cronista corre el riesgo de que, por preguntar demasiado, le corten orejas, manos, ojos y labios. Según Kapuscinski, el único motivo por el cual nos empezamos a enterar de lo que estaba pasando (aparte de por la magnitud del conflicto), fue porque intervino Francia; también, según él, el motivo por el cual el conflicto derivó en genocidio.

La idea sería que, en un momento determinado del conflicto, el Frente de Liberación de Ruanda (tutsi, cuyos soldados se reclutaban entre los campamentos de refugiados alrededor de Ruanda) iba a dar un golpe de estado para derrocar a la dictadura de élites hutus. Sin embargo, alguien lanza el aviso a Francia de que un país de habla francesa (la Francophonie, como llaman los franceses a todos aquellos que comparten la lengua de Víctor Hugo) va a ser invadido por países de habla inglesa. A Miterrand le sale la Grandeur y decide mandar unas pocas tropas, suficiente para impedir la invasión. Lo que se declara entonces es una tregua; pero en vez de ser algo positivo, se convierte en una larga espera para que se larguen los franceses y se resuelva el conflicto, de una manera u otra. Pero mientras los franceses están ahí, los combatientes sólo pueden rumiar, impotentes. Y es en esa angustia callada donde a los teóricos de la élite hutu se les ocurre toda una teoría que esgrimirá que los tutsis provienen de otro país, y que durante décadas se han multiplicado, consumiendo los recursos de un país cada vez más poblado. Los hutus, además, recuerdan que la primera vez que atacaron a los tutsis muchos huyeron, dejando al enemigo vivo para atacar en el futuro. Este error, dicen, no se deben volver a repetir. La única solución es la erradicación de los tutsis: el genocidio total y absoluto. Por eso es por lo que -justo después de un acuerdo de paz que parecía poder integrar a hutus y a tutsis, y tras el más que sospechoso derribo del avión donde viajaba el presidente ruandés perteneciente a los hutus, seguramente llevado a cabo para culpar los tutsis- las emisoras de radio hutu empiezan a incitar a la población a salir a la calle y a matar con las armas que tengan a mano (como efectivamente hacen) a las "cucarachas" tutsis. Esto fue una de las cosas que más impactó a la opinión pública internacional: que en lugar de llevarse a cabo con el aséptico medio del disparo, las muertes tuvieran lugar a machetazo limpio, con piernas, brazos y cabezas desmembradas rodando por ahí. Todo esto es lo que tan angustiosamente se describe de manera visual en "Hotel Rwanda".

No obstante, Kapuscinski expone aquí un matiz: no se trata de que los ruandeses no pudieran masacrarse entre sí con ametralladoras. Armas de fuego, sobre todo a raíz de la venta indiscriminada de los arsenales de la antigua Unión Soviética, sobran en África. Guerras en las que los adultos le entregan las pistolas a los niños para que luchen por ellos, hay a montones. La táctica de los machetazos formaba parte de la propia ideología del genocidio: todos los hutus debían participar en la liquidación de los tutsis para que, entonces, se sintieran parte del proyecto, o aún más importante, de su culpa. Una vez manchadas sus manos de sangre, ya no podrían echarse atrás. Tendrían que seguir hasta el final, apoyando a sus compañeros de matanza. Por eso, dice Kapuscinski, huían tan rápidamente los hutus después de su derrota y se alejaban cientos de millas del país: porque habían participado personalmente en ello, y sabían que el espíritu de la venganza, que se enroca hasta el infinito en esta clase de sitauciones (como entre israelíes y palestinos) les perseguiría por siempre jamás, como un fantasma encolerizado. Poco a poco, sin embargo, parece que la reconstrucción va siendo posible, y que los juicios contra los responsables de algunas de las matanzas perpretadas pueden ser combinadas con un sentimiento general de reconciliación nacional que, por el momento (y después de muchas matanzas, muchos países implicados en derivaciones del conflicto que llegaron a definirse como Primera Guerra Panafricana, y ramificaciones que llegaban hasta los países occidentales y su promoción del conflicto para la consecuención de baratas materias primas), parece que se va asentando.

Sin embargo, más preocupado todavía me deja una tercera versión. Jared Diamond se pregunta por alguna de las masacres que tuvieron lugar en aquellos días y se da cuenta de que muchas fueron de miembros de la misma clase (hutu o tutsi) entre sí. O desgracias en poblados que eran solamente hutus. Bien es sabido que en toda guerra civil (ejemplo, la española) o incluso, en conflictos por el extranjero (en la película "Resistencia", sobre la invasión nazi de Dinamarca, podemos encontrar algunos casos), los vecinos aprovechan para dirimir viejas rencillas, venganzas o envidias que se llevaban latiendo casi silentes durantes años, y que ahora salen a la luz. Pero Jared Diamond, como antropólogo, se centra en un aspecto que también destacaba Kapuscinski: la población. Había demasiada población en Ruanda. Y no hablamos del tipo al que siempre recurren los movimientos antimigratorios en Europa cuando dicen que hay demasiados extranjeros: las densidades de población de Europa son risibles en comparación con algunos países como los asiáticos, y si Europa fue tan comprensiva frente a la llegada de cientos de miles de desplazados por el conflicto yugoslavo, y tan poco con respecto a unos pocos miles de exiliados de la Primavera Árabe, no fue por una cuestión de población, sino de intolerancia y xenofobia. Aquí estamos hablando de exceso de población, pero de verdad, ante una limitada cantidad de recursos. De acuerdo a Jared Diamond, la situación era una olla a presión que en algún momento tenía que explotar: lo hizo por el lado del odio hutu-tutsi porque era lo que más fácilmente las circunstancias permitían, pero, de no ser así -insinúa Diamond-, lo hubieran hecho por cualquier otra vía.

Y ahora, a raíz de este hecho, una cuestíon todavía más intrigante. Unos sociólogos han encontrado una correlación estadística entre el precio de los alimentos básicos y el desarrollo de revueltas populares. Como toda asociación de este tipo, esta norma no tiene un grado de fiabilidad absoluta, pero fue capaz de predecir, por poner un ejemplo, el surgimiento y desarrollo de la Primavera Árabe. De hecho, de acuerdo a este estudio, este verano tocan follones (cuando escribo estas líneas es aún mayo -edito: ya en junio empieza a haber disturbios en Brasil, Turquía, Egipto y Suecia-). En este sentido, resulta terriblemente estremecedor lo predecibles que somos los humanos -y sobre todo, en grandes números- en base a datos matemáticos. Que algo (se supone) tan ideológico como el odio a un grupo étnico, pueda ser originado en la mente en virtud de un pensamiento subconsciente de "debo conseguir más comida, debo matar", en lo que es una especie de racionalización del más puro instinto de supervivencia, debería llevarnos a una reflexión sobre cuán libres de verdad somos, y hasta qué punto nuestras ideas son producto de nuestro pensamiento lógico, o en cambio, lo son de algo más. Algunas de las conclusiones podrían ser escalofriantes. Precisamente un motivo más que de sobra para interrogarnos. Claro que el problema de mirar al abismo, como decía Nietzsche, es qué hacer cuando éste te devuelve la mirada.

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