lunes, 29 de mayo de 2017

Opinión: ¿Ante nuestro propio ángel exterminador?

¿Ante nuestro propio ángel exterminador?

            Es uno de los clásicos más inolvidables del cine de todos los tiempos. La película “El ángel exterminador”, de Luis Buñuel, cuenta cómo un grupo de aristócratas, tras una fiesta, descubren que no pueden salir de la habitación en la que se encuentran. No hay ninguna barrera física, en apariencia ninguno de los allí presentes ha enloquecido y, sin embargo, una especie de muro invisible les obliga a permanecer enclaustrados, excusa que el director español (pues, por lo demás, la película es casi por completo mexicana) emplea para diseccionar las reacciones de los distintos personajes ante esta circunstancia. Lo que en ningún momento se llega a explicar es el porqué de ese extraño fenómeno. Aunque, tal y como últimamente ocurren las cosas, casi podríamos aceptarlo como un hecho normal.
            Hay un axioma en ciencia que dice que “si una cosa se puede hacer, se acabará haciendo”. Sin embargo, esta idea está trasladándose de manera peligrosa al mundo real. En un mundo con siete mil millones de personas, donde las estadísticas dicen que siempre hay un porcentaje residual para casi todo, da la impresión de que cualquier actividad es posible. Entre tantísima gente –empezamos a discernir-, cualquier tipo de pensamiento, por irracional o aberrante que nos parezca, tiene por probabilidad aleatoria altas posibilidades de acabar ocurriendo. Pueden tratarse de cuestiones insignificantes (como el tipo que se pasa horas delante del ordenador para batir el insulso récord de llegar hasta el final de una hoja de Excel –algunos ni siquiera sabíamos que una hoja Excel tuviera final-); en algunos casos, de puro bizarro, pueden ser hasta graciosas (como la afición de los coreanos de ver comer por Youtube en silencio a otra gente, o de millones de usuarios a ver lamer a otras personas pomos de puertas como si se tratara de un espléndido manjar -sí, ya me imagino que detrás de esto se esconde algo más sórdido. Pero permitidme abstraerme de ello, no quiero ni imaginármelo-); y en otros, sólo cabe calificárselas sencillamente de terribles y delirantes (individuos que se dedican a realizar actos violentos con el único objetivo de grabarlo en vídeo, colgarlo en Internet y ganar sus quince minutos de fama; quemar a un mendigo a lo bonzo, por poner un ejemplo). En este mundo que ahora se ha calificado de adicto a la “posverdad” –para ser sinceros, un término acuñado en gran medida por algunos periódicos sobre las opiniones que no les gustan, y también por diarios que no tienen en cuenta cómo muchos de sus artículos envenados pueden haber contribuido a generar esa “posverdad”-, escuchar a gente que apoya a Donald Trump, la homeopatía o las teorías de la Tierra hueca se han vuelto tan habituales que no son siquiera noticia de portada, puesto que no nos escandalizan ya. De hecho, a veces te encuentras pretensiones tan disparatadas como asociaciones de mormones gays (que piden ser considerados, dentro de la comunidad mormón, en igualdad de derechos con los heterosexuales para poder discriminar juntos a negros y nativos americanos), grupos de latinos nazis, o incluso gente que dice ser de izquierdas y a la vez votar a Susana Díaz. En fin, “hay gente p’a tó”, que dijo aquel torero al ser presentado a un filósofo, pensando seguramente que era una profesión muy idiota comparada con el noble arte de matar (y que me disculpe Thomas De Quincey, autor de “Del asesinato como una de las bellas artes”). A veces me pregunto, cuando en una encuesta sale un porcentaje ínfimo de personas que mantienen a la vez opiniones contradictorias, sin argumento alguno o carentes de base, si ese grupo de individuos han sido colocados allí por el estadístico para que le salga el estudio, o si son personas reales, con su par de manos y pies, su DNI y su número de la seguridad social. En otras ocasiones, en que la cosa es al contrario -cuando aparecen reportajes sobre que hay más gente en Estados Unidos que cree en los ángeles que en la teoría de la evolución, o que en el Reino Unido hay más personas que opinan que Sherlock Holmes existió que las que defienden que Winston Churchill fuera real-, ya se te quitan directamente las ganas de conocer a quienes les han pasado la encuesta.
            Pero hay cosas que empiezan a no tener ninguna gracia. Como la noticia que se ha revelado hace unos días acerca de una enfermera, en Italia, que fingía vacunar a niños cada día aunque ella (firme defensora de las ideas anti-vacunas) en realidad nunca les llegaba a pinchar. Por lo visto la descubrieron porque sus compañeros de profesión se daban cuenta de que, cuando esta mujer andaba al cargo, los niños nunca lloraban, como suele ser habitual cuando le clavas una aguja a un niño. Aunque la han pillado en su último trabajo, se sospecha que podría haber realizado la misma jugada durante años sin que nadie se diera cuenta (“siempre saludaba”, supongo que dirán ahora los vecinos). El escándalo se produce en un momento en que Italia ha decidido aprobar una ley por la que se obliga a los padres a vacunar a los niños menores de seis años, pues parece ya claro que ni mucho menos de la familia –la más sólida institución por excelencia- se puede uno fiar. La verdad es que yo nunca me he fiado mucho de nada (siempre me ha parecido sorprendente la cantidad de pruebas que se le hacen a los padres adoptivos para hacerse cargo de un niño, y las nulas precauciones que se toman respecto a los padres biológicos), ni de la familia ni de casi institución alguna, pero escuchar cómo los desvaríos de este particular ángel exterminador han provocado que supuestamente 7000 niños estén sin vacunar en Italia (7000 candidatos, por tanto, a morir de una enfermedad evitable), te hace pensar mucho sobre la naturaleza tan gratuita y absurda de la maldad. Uno puede entender que un supervillano quiera conquistar el mundo, que a Amancio Ortega le importe poco –si pretende con ansia montar un imperio- a cuántos niños tenga que obligar a trabajar, o que Rajoy se pretenda enroscar en su silla en el Consejo de Ministros porque, oye, a ver con quién si no va a comentar los viernes las portadas del Marca. Pero una crueldad tan ilógica, tan sin ningún sentido, ni obtener algún beneficio… da que pensar.
                        Me diréis (y con razón) que esta enfermera no se distingue mucho de los talibanes, los terroristas suicidas, los integrantes de las SS y demás extremistas que eran y son capaces de destruir el mundo con tal de ver sus absurdas ideas llegar a la cumbre. O me señalaréis que esa enfermera, en su ignorancia, creía estar haciendo el bien, y que puede que algún día le ocurra como a aquella madre anti-vacunas que acabó teniendo a varios hijos infectados de enfermedades casi olvidadas, y declaró que se sentía “profundamente engañada” (provocando un multitudinaria y unánime: “a buenas horas, mangas verdes”). En ese sentido, me advertiréis, no es nada nuevo. No obstante, llega un momento en que choca el poder y la penetración que están adquiriendo tales ideas, y también la abundancia y variedad de las mismas. Lo dicho, ya no sé a qué echarle la culpa: si a que somos muchos miles de millones de personas, si a que con los recortes en educación cada día estamos peor evolucionados, o si con la contaminación que hay en el planeta nuestros cerebros ya no pueden dar para más. No soy capaz de decidirme. De vez en cuando –he de confesar- me asaltan esas democráticas ideas en las que creo sinceramente acerca de que la decisión de un solo individuo es casi siempre mucho peor que la que toma la mayoría en su conjunto, pero las visiones que tenemos en el imaginario colectivo de las turbas medievales, y la manera en que hemos comprobado últimamente que poniendo voces interesadas y dinero a cualquier tontería ésta acaba por tener una nube de seguidores detrás (y sólo hay que ver ciertos tipos de prensa, o cómo manejaba Esperanza Aguirre las cuentas de su partido cuando llegaban las elecciones) me hacen perder la fé en la humanidad. La poca que todavía no hemos perdido.
            Algunos tipos de escritores y de lectores somos partidarios –al menos, en ocasiones- de los misterios  del tipo rompecabezas lógico: ésos donde una pista te lleva a otra y al final dilucidas un misterio donde todas las piezas acaban de encajar. Las novelas después de Agatha Christe, y la triste realidad de cada día, nos han enseñado que, durante la existencia cotidiana, la vida es por lo general bastante más aleatoria y carente de sentido: que a veces no es sólo que ninguno de los habitantes de la casa donde se ha perpetrado el crimen sea el asesino, sino que éste era un tipo que pasaba por allí, no tenía nada contra la víctima y, cuando le preguntas por qué ha cometido el crimen, te responde: “Era un domingo por la tarde, me aburría, y con algo lo tenía que llenar”. A veces te da la sensación de que en eso consiste el famoso “fin de la historia” en el que nada lleva a ninguna parte. En ocasiones tienes que abstraerte de este tipo de cosas para no pensar que éstas son en realidad lo que Hannah Arendt denominaba “la banalidad del mal”.

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