lunes, 18 de diciembre de 2017

El relato de diciembre. Cuentos fantásticos (VI): "Olympiakós 2106"

Olympiakós 2106

            La sala de cine se encuentra de momento vacía. Las butacas, rojas, mullidas, se apoyan en los respaldos de cuero negro, en perfecto orden, una al lado de la otra, bien firmes, como un batallón de un ejército dispuesto para atacar. Las luces, de momento aún encendidas, se dejan ver desde unas bombillas que están cubiertas con mamparas por la parte inferior, de tal manera que la luz parece ascender desde las bombillas hacia arriba, en una especie de fuente de iluminación. Mientras tanto, a ambos lados de la puerta, los dos botones, en su impecable traje negro, hacen la guardia con rostros serenos e imperturbables. De repente, uno de ellos se lleva la mano a su reloj: fija su vista en los ojos del otro.
            -Es la hora –asiente el otro, en lo que tendría que ser una pregunta.
            -Es la hora.
            Y ambos se ponen en marcha, en un mecanismo de sincronización similar al de un reloj suizo. Descorren las cortinas de la pantalla: a partir de ahora, el lienzo en blanco será agua, luz, tormenta, paisaje, cualquier cosa, menos el blanco, e incluso eso es posible. Ajustan las luces. Comprueban que la sala está completamente limpia, no es cosa que una proyección tan especial la fastidien unas palomitas. Y entonces, una vez hecho todo, ambos se despiden para dirigirse cada uno su quehacer: el uno, arriba, a la sala de proyección, para manejar la cámara y los rollos. El segundo, para recibir a los invitados. Una breve reverencia sirve como todo adiós. Ambos conocen perfectamente cuál ha de ser su deber.

            El botones que se ha quedado dentro abre la puerta.
           
            Comienza el espectáculo.

            Llegan en trouppe. Juntos, pero separados. En teoría forman parte de la misma agrupación, pero sin embargo, entran en la sala poco a poco, con cuentagotas.

            Las primeras en llegar son las Parcas.
            -Pues mira, a mí me dijo el primo del cuñado de la tía de Cástor, que en realidad Narciso se fue con la hija del hermano del consuegro de Apolo en lugar de con...
            -¿Sí?¿De verdad?¡No me lo puedo creer!
            -¿Y se fue con esa pelandusca? Pues qué pena de Cástor; con lo mona que era la otra muchacha. Lo guapa que iba siempre...
            -Pues no te creas que Cástor estará muy triste. Yo siempre he sospechado de este muchacho... Todo el rato por ahí, andando con Pólux...
            -Pero mujer, que son hermanos...
            -Más razón todavía me das.
            -Sí es que ya no te puedes fiar de nadie.
            -Y a mí que me lo digan, hija. Si Narciso se quisiera hacer un favor...
            -¡A mí sí que me gustaría que me hiciera un favor, ji, ji, ji, ji, ji!
            -Oye, que ya hemos llegado a la sala.
            -Oig, mira, qué cortinas. Fíjate qué rojo más mono, qué terciopelo.
            -Yo creo que no es terciopelo. Para mí que es sintético.
            -¿Y tú que sabes si es o no sintético, si tú no tienes ni repajolera idea de esto?
            -Pues anda que tú, que confundes la licra con la seda, y además, no ves tres en un burro.
            -Si es que yo lo he dicho siempre: no tenéis ni idea de coser, ninguna de las dos. Luego os quejáis de que salgan las cosas como salen. El futuro, enredado, el pasado, torcido.
            -Anda, cállate un poco, bonita.
            -¿Dónde nos sentamos?
            -En el medio, para pillar mejor los cotilleos.
            Y las tres se sentaron, con las palomitas aún en la mano, la del Pasado sorbiendo Coca Cola por una pajita, haciendo ruido cada vez que tomaba su bebida. El acomodador, mientras tanto, se encontraba en un lado, los brazos detrás del tronco, esperando.
            -¿Tú crees que tardarán mucho?
            -Oh, no, qué va, ya han tenido tiempo de sobra para ponerse verdes, ahora llegarán aquí para seguir haciéndolo.
            -Mira quién entra primero… Poseidón…
            -Cochino, qué asco, lo va a dejar todo pringado de agua…
            -No importa. Aquí entra ahora Plutón.
            -Qué cara más triste.
            -Es que va de atormentado por la vida. Con eso de que tiene siempre que caminar entre el bien y el mal…
            -Yo siempre le he visto con cara de cenizo a ese hombre.
            -No sé si se le ha puesto esa cara de regir el infierno, o es que Zeus le vio así y por eso se lo dio.
            -Mira, por ahí entran más.
            Y mientras los demás se iban acomodando, aparecieron Efesto y Atenea. Efesto estaba impregnado de tizón hasta las cejas, todavía colorado y sudoroso a causar del calor de la fundición. Atenea, mientras tanto, era algo más vieja que la imagen a la que nosotros estamos acostumbrados, llevaba el pelo ya con tonos grisáceos recogido en un moño, y unas gafas que llevaba en la punta de la nariz y que pendían de una cuerdecita que daba una larga vuelta al lado de su cuello. En las manos, lleva una hoja, una carpeta en la que apoyarse y un bolígrafo, para así escribir la crónica.
            -Mira cómo pretende hacernos creer que es una intelectual –ironizó sardónica una Parca-, como si ella supiera más que nosotras.
            -Es lo que tienen los culturetas, son todos unos snobs.
            -Por cierto, ¿dónde está la mujer de Efesto?
            -¿Es que no te lo imaginas, hija? Por allí viene…
            Y aparecieron de pronto, corriendo, separados por una breve distancia –no pudieron evitar que todo el mundo viera cómo se separaban rápidamente las manos-, un greñudo Marte, con sus corazas de guerra todavía en desorden, y una hermosísima y despampanante Afrodita, con un pronunciado escote y un vestido que permitía vislumbrarle las ligas; era inevitable que todo el mundo se volviera a mirarla, pero mucho más Efesto, que empezó a enrojecer todavía más si cabe de rabia.
            -Qué descarada –cuchicheó entre dientes una Parca.
            -Di mejor zorra, cariño.         
            -¿Y el calzonazos ése, cuándo “la” va a decir algo?
            -Hija, hay hombres que no tienen donde hay que tenerlos.
            -Callaos, par de cotorras, que no me dejáis ver a los que entran.
            Y fueron pasando todos, mientras Efesto y Afrodita se sentaban juntos en la parte de atrás, ésta coqueta, él todavía enfurruñado, y Marte se situaba prudentemente en el asiento de atrás, no sin que estos dos últimos se lanzaran breves y furtivas miraditas cómplices. Llegaron las ninfas, los titanes montando alboroto, Cibeles, Urano en silla de ruedas, Baco bien cargado, y durmiéndose por los rincones, el caos en forma de nube densa cargada de masa amorfa y de luz, Caronte tratando de hacer de acomodador pirata, exigiendo brutal y hosco una propina, mientras el joven Hermes se dedicaba a robarle las monedas y a salir corriendo con sus pies alados, ante la impotencia del barquero, que maldecía furioso por no haberse traído el remo para estas suertes, y porque no le hubieran dejado pasar con Cancerbero de la entrada; centauros y sátiros, dioses y semidioses, los héroes venían todos juntos, haciendo apuestas y presumiendo de sus hazañas, aunque dejando bien reservados los sitios en el centro para los dioses mayores, por supuesto, aquí se encuentran bien claras las preferencias, todos fueron llegando, las Parcas tomaron buena nota de quienes iban pasando por la puerta.  
            -Fíjate qué vestido: ay, qué monísima está….
            -Yo creía que ese muchacho iba a llegar más lejos.
            -Es por culpa de las malas compañías, ya se sabe lo que hacen.
            -¿Dónde se ha metido Apolo?
            -Es lo que tienen los artistas, siempre se hacen esperar…
            Y mientras las figuras de los dioses que aún entraban en la sala de cine se movían, en batiburrillo, y los primeros que se habían sentado se mostraban impacientes por comenzar, llegó Zeus, gigante y enorme, acompañado de su rayo, y de su habitual cohorte de satélites y aduladores.
            -Mira qué pelotas: cómo se agrupa todo el mundo para hablar con él.
            -Y su esposa; vaya ropas que se ha puesto, como se nota que quiere destacar.
            -Y todo el mundo la adula, claro, como es la mujer de quién es...
            -Es lo que tiene ser el gran jefe, hija, todo se vuelven hipocresías y falsas sonrisas.
            -Qué despreciables son todos.
            -Qué despreciables, es verdad…
            -Hola, mis queridas ninfas –interrumpió Zeus, saludándolas-, ¿qué tal va todo por aquí?¡Cada día estáis más jóvenes!         
            -¡Espléndidamente, Zeus! –exclamaron exultantes, todas ellas, mientras emitían una risa coordinada y un “ooooh” de falso sonrojo-, ¡has organizado una maravillosa velada!
            -Pero bueno, si aún ni ha empezado…
            -Oh –aclaró una de ellas, dándole unas palmaditas en su mano-, estamos seguros de que lo será. ¡Como todo lo que organizas!
            -Bueno, chicas, os dejo. La gente se impacienta si no me coloco en mi sitio.
            -¡Hasta luego, Zeus! –exclamaron las tres a la vez, con sonrisa de colegiala viendo a su ídolo, y nada más se volvió, comenzaron a cuchichear entre ellas con gesto de desprecio y enojo.
            -¡Ya llega!¡Ya llega!-se escuchó un grito de fondo, y todos se volvieron, efectivamente, sobre la alfombra roja, iba llegando Apolo, vestido de sencillas prendas, con una cinta en la cabeza, seguido por su cortejo de Musas, algunas más pequeñas, de siete u ocho años, otras mayores, de veintipocos, cuchicheándose mutuamente cosas al oído. Zeus, y con él todo el teatro, se levantó, todos guardaron silencio.
            -Bueno, Apolo, espero que lo que nos ofrezcas hoy valga lo que hemos invertido.
            -Os aseguro, oh, Zeus –se arrodilló Apolo, con rostro inmaculado y agradecido-, que lo que os mostraré ahora guardará concordancia con lo que merece vuestra grandeza. ¿Me permitís, entonces, enseñároslo?
            Zeus hizo un ligero gesto con la mano, que lo quiso decir todo. Sólo entonces se puso Apolo de pie, entre los cuchicheos del público, que se sentó, las Musas se distribuyeron por el Anfiteatro, que bien se sabe que son muy dispersas, y Apolo gritó por encima del ruido a Orfeo y a Hermes (que había conseguido por fin despistar a Caronte), sus ayudantes:
            -¡Luces, cámara… acción!
            Y se apagaron las luces, el ruido que indicaba el funcionamiento de la cámara sonó, Orfeo terminó de dar a la cabina las últimas orientaciones, Apolo se sentó en el centro, al lado de Zeus, mientras se iba haciendo el silencio, y en la pantalla aparecía el tres, dos, y uno, y se reflejaba por fin una imagen. Todo el inmenso barullo cesó.

            Empezó todo, dos jóvenes. Un chico y una chica. Tendrían dieciocho años. Ella se encuentra sentada, sobre el tronco de un árbol, parecen estar en el bosque. Ambos visten jersey, ella lleva falda, debe ser otoño, porque está lleno de hojas secas.
            -¡El vestido es divino! –se oye al fondo, en la inconfundible voz aflautada de Cupido, se oye un siseo brusco ordenando callar.
            -Ana, tienes que explicarme –dice el chico desde la pantalla-, por qué nos has respondido a mis llamadas.
            Ella levanta la cabeza. Tiene una mirada tierna, angelical, casi de diosa, pero a Afrodita no le gusta ese comentario, le pega un codazo en las costillas a Efesto, que es quien lo hay pronunciado.
            -Mis padres han prohibido que nos veamos –susurró la chica, compungida-. Me van a mandar a un internado, para que no vuelva a verte nunca más.
            Un sobrecogimiento entre el público, que se quedan pegadas todos a sus parejas, o a sus asientos. El chico, con aplomo, se acerca hacia ella.
            -¿Y no puedes negarte a ello?
            -No… Es imposible. Me mandarán allí, lo sé, y yo no podré hacer nada para evitarlo…
            Los dos ponen una mirada triste. Si pegamos un paseo por el cine, con la cámara muy baja y mirando de frente a los espectadores, podemos ver sus ojos angustiados.
            -Y entonces…
            -Entonces –dice ella-, tendremos que habituarnos a estar separados…
            Y ella se levanta, y le abraza con fuerza. Apolo mueve las manos, parece estar regulando los movimientos. El chico se revuelve con fiereza.
            -¡No!-exclama él-. ¡No lo permitiré!¡Casémonos!
            -¿Cómo?-pregunta ella, extrañada-. ¿Que nos casemos?
            -¡Sí!-grita él-. ¡Si nos casamos, tus padres tendrán que hacerle frente a los hechos consumados!¡Es la única salida!
            Ella queda atribulada, la confusión se refleja en su rostro.
            -Oh, no sé… Ha sido todo tan rápido.
            Pero él se abraza a ella, y muy cerca los rostros, le dice:
            -Perdóname, Ana. No tengo nada que ofrecerle: no tengo dinero ni honores, pero si te casa conmigo, te prometo que te amaré siempre, durante todos los días de mi vida. Y ahora dime… ¿querrás ser mi esposa?
            Todo el cine se encoge, todo el mundo está pendiente de las respuesta que van a dar.
            -Sí, Frederick. ¡Hazme tu esposa, quiero ser tu mujer!
            Y ambos se funden en un cálido beso.

            Y entonces los gritos, los aplausos, las luces se encienden, las Parcas gritan alborozadas como colegialas de instituto, la gente se levanta, los dioses comienzan a aplaudir, Efesto se da cuenta de que su mujer no está, se da la vuelta y Marte tampoco, monta en cólera y sale corriendo, pero nadie le se oye…
            -¡Viva!¡Bravo!-grita el anfiteatro, Cupido llora, emocionado, las ninfas suspiran, “¡Qué bonito, qué romántico!” y hasta Zeus se levanta, Atenea entonces coloca el bolígrafo sobre su oreja y deja de escribir la crítica, se levanta y con el mismo entusiasmo que todos, empieza a aplaudir. Apolo, ruborizado, con signos visibles de emoción en el rostro, se levanta y no tiene más remedio que sonreír al público, y hacerle una reverencia.
            -¡Apolo, Apolo!-gritan algunos, mientras otros proclaman, “¡Es la pragmática del artista!”, y Zeus le da la mano, felicitándole, “¡Maravilloso, fantástico, no esperábamos menos de tí!”, y los otros dioses mayores, Plutón, Poseidón, aplaudían discretos, y sonreían complacidos. Entre tanto, atrás del todo, los dos acomodadores de reúnen, el otro ya ha bajado de la cabina de mandos, cruzan miradas entre sí.
            -¿Qué tal ha ido? –pregunta el que se ha pasado la hora en la cabina de mandos.
            El otro se encoge de hombros.
            -Normal. No muy distinto a la habitual.
            Y contemplaron durante un instante el silencio a todos los dioses aplaudiendo, a Apolo recibiendo felicitaciones, y entonces uno de ellos afirmó:
            -Míralos: son como son, y no hay manera de cambiarles. Pero en estos momentos, uno les perdonaría cualquier cosa.
            El otro, en un breve movimiento de labios, simplemente sonrió, de manera sutil y muy fina. Y entonces, sin más adornos, respondió:


            -Qué le vamos a hacer. Hay que entenderles. Después de todo, son humanos...

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