jueves, 1 de marzo de 2018

La historia corta de marzo: "Nuestra vieja mesa"

Nuestra vieja mesa

            Como reportero curtido en mil batallas, estoy acostumbrado a este tipo de eventos. Y más especialmente en esta esquina de la ciudad, donde un megahotel, una hiper-celebración, o simplemente la gran inauguración del último bar de moda, copan con frecuencia todos los titulares. Allí asistía yo, pendiente a la enésima reinvención del local que lleva siendo el faro de guía de numerosos personajes VIP (también reinventados con periodicidad impertérrita) durante más años de los que guardo recuerdo, dispuesto a hacerle una entrevista a su dueño, un tipo con cara de mafioso, aire de mafioso, traje de mafioso, hechuras de mafioso y profesión de mafioso, que no saldría de su discreto anonimato de no ser porque sabe de sobra que este tipo de actos requieren publicidad, y que esa clase de operación le obliga de vez en cuando a salir de su escondite. Así que aquí estoy, pendiente de las luces estroboscópicas y de los hieráticos acróbatas que ejecutan posturas imposibles mientras (con sus trajes y aros luminosos) realizan espectáculos dignos del Circo del Sol a cambio de un sueldo irrisorio, entrevistando a un señor al que en condiciones normales no le daría ni los buenos días, cuando un detalle en el que nunca me había fijado durante todos estos años me llama la atención. Y, rompiendo el guión pre-establecido y el protocolo oficial de la entrevista, le pregunto a mi particular Tony Soprano:
            -Oiga, perdone, esa mesa… la del mantel de cuadros verdes y blancos, que parece sacado de un restaurante familiar de hace cincuenta años… Sí, ésa en la que está sentada esa pareja de ancianitos, ¿cuánto tendrán, ochenta, noventa años? Disculpe si le parezco indiscreto pero, en este local de gente joven, con las últimas tecnologías a su alcance, al que para la cocina han secues…, digo, contratado al chef más famoso del momento…digo, en un sitio como éste, ¿no cree que esa escena no pega ni con cola?
            El mafioso sonrió. Antes de contestar, se puso un poco contemplativo:
            -En algo tiene usted razón. Este local era un restaurante familiar hace cincuenta años. Ni yo era famoso, ni mi negocio apenas se conocía, ni esta zona de la ciudad se había puesto tan de moda. El negocio dependía, básicamente, de parejas como ésa, que venían aquí con bastante frecuencia por el clima hogareño, casi como si se tratara de su casa. Allí donde les ve, esa pareja tuvo su primera cita en este local; y aunque ya no vienen tantas veces como antes, siguen acudiendo al menos una vez al año por su aniversario. Como comprenderá, no se iban a acostumbrar a este correcalles que tenemos aquí montado, cambiando la decoración del local hace cinco minutos… Así que, cuando llegan, ordeno siempre que les dispongan su vieja mesa, con su viejo mantel, y si puedo también que les atiendan los mismos camareros con los uniformes que llevaban antaño. Vamos a decir que representa, a la sociedad, mi pequeña contribución…
            Pero a mí no me importaban las concesiones o no que aquel tipejo quisiera hacerle al resto del mundo. Tan sólo miraba a aquella pareja de ancianitos por los que parecía (por su mirada y sus gestos) que no había pasado el tiempo y me preguntaba, dentro de cincuenta años, dónde quería yo estar…

            Esta historia está basada en el suceso real que me comentó una amiga según el cual, en un innovador bar cercano a su casa en el centro de una gran ciudad, todos los lunes, una pareja de alrededor de noventa años cena sobre un mantel de cuadros verdes y blancos en una mesa que rompe completamente con la decoración del resto del moderno establecimiento. Los motivos por los que restaurante y comensales ejecutan este rito son, para nosotros, desconocidos.

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