lunes, 5 de febrero de 2018

La historia real de febrero: beguinas

Ser mujer en la Edad Media era muy complicado. Por no decir jodido. En realidad, ser mujer es complicado en cualquier tiempo, y a cualquier edad. Pero volvamos a la Edad Media. A las obvias dificultades tecnológicas (entre otras inclemencias del tiempo o enfermedades, aunque ésas las sufrían todos), añádele también cuestiones ginecológicas, de higiene femenina, un machismo recalcitrante, y la asfixiante posibilidad de que te acusen de bruja en cualquier instantes. La mujer pasaba de ser "hija de su padre", a tener sólo tres opciones para elegir: casarse con un marido -que mandará en todo-, casarse con Dios -casi que lo mismo-, o meterse a puta, para que todo el mundo le mande. Como decimos, no era buen panorama. Sin embargo, la Edad Media, ese período oscuro donde parece que el tiempo se detuvo durante casi un milenio, fue un lapso de tiempo muy amplio, ocurrió en muchos sitios, y se produjeron de vez en cuando algunos pequeños destellos que no tuvieron que esperar hasta el Renacimiento para hacer que pequeñas cuestiones relacionadas con la vida de la gente evolucionaran a mejor. Entre estos hitos destacados, sobresale la iniciativa de las beguinas. Nadie sabe muy bien cuál fue su origen (de hecho, alguna teoría dice que la idea la tuvo un hombre), pero el concepto es aparentemente sencillo: un grupo de mujeres que no quieren casarse, que tampoco quieren meterse a monjas, y que prefieren vivir en comunidad aunque siendo siempre ellas mismas, y consagrando su vida a Dios (porque, en el católico medievo, a algo tenían que dedicarse), sólo que en forma de auxilio a los pobres, contribución en hospitales, o metiendo el cerebro, incluso, en labores intelectuales. Desde ese punto de vista, si una mujer quería vivir independientemente de los hombres y no bajo la disciplina de un convento, no era la peor opción.

Beguinario de Brujas (fotos del autor)

Lo de la disciplina conventual es importante. Las beguinas tenían sus reglas, pero no eran tan estrictas como las de las monjas, y sus comunidades eran mucho menos jerarquizadas. Vivían en los llamados beguinarios o beguinajes, unos pequeños barrios semi-cerrados situados normalmente cerca de las iglesias u hospitales donde realizaban sus labores, y aunque compartían casa (donde podían vivir un número variable de beguinas), no necesariamente tenían que dormir en la misma habitación -hay que decir que cada beguina traía consigo aquellos bienes materiales que consideraba oportuno, y las diferencias de clases sociales se marcaban mucho en la residencia de cada una. Las beguinas, como hemos dicho, a pesar de consagrar su vida a las buenas obras, no eran monjas, y podían recibir visitas masculinas, aunque eso sí, debían abandonar el beguinario antes de la noche, por aquello de las formas del decoro. Por otro lado, una mujer podía dejar de ser beguina cuando quisiera, incluyendo por supuesto para casarse (esta forma de vida, obviamente, no era compatible con el matrimonio). Los primeros beguinarios se crearon en Lieja en el siglo XII, y se expandieron rápidamente, sobre todo en el norte de Europa: el beguinario de Brujas es de los más grandes visitables, aunque los de Gante y Colonia contaban por miles sus integrantes. Tanto triunfó el movimiento, que hasta surgió uno paralelo en forma masculina, los begardos. Hasta el siglo XIV, se trató de un movimiento en expansión.

En un post anterior hablamos de las beguinas de Rostock, ninguna de las cuales ha pasado a la historia por su nombre propio. Pero en otras comunidades sí existieron beguinas famosas, particularmente aquellas (Hadewych de Amberes, Matilde de Magdeburgo, entre otras) que se dedicaron a la escritura. Su importancia es tal, que se dice que muchas lenguas modernas (flamenco, francés, alemán) empezaron a organizarse en torno a sus textos. Las mujeres de estas comunidades escribían principalmente sobre temas espirituales, y aunque no eran monjas, argumentaban estar siendo inspiradas de manera directa por Dios. Muchas de sus obras relatan sus experiencias místicas, que establecieron un nuevo tipo de fervor religioso que se hizo muy popular en aquella época. Tal vez fue esa popularidad, precisamente, lo que las condenó.

Al principio, la Iglesia toleró a este movimiento, que no le estorbaba y en principio decía servir a Dios. Pero luego, se fueron metiendo en una serie de cuestiones que a la Iglesia no le entusiasmaban, y que continuaron siendo una tumultuosa fuente de conflictos hasta que éstos implosionaron, en la Reforma impulsada por Lutero, de manera definitiva. Entre otras cosas, las beguinas, al redactar sus poemas místicos, decían comunicarse de tú a tú con Dios sin necesidad de intermediarios, cosa que a los eclesiásticos no le hacían ninguna gracia. Además, redactaban sus escritos en lenguas vulgares, no en latín, con lo cual, hacían más accesibles los textos sagrados y, una vez más, obviaban el papel de los sacerdotes en la interpretación de las escrituras (una cuestión que, también, fue fundamental a la hora de la ruptura con la herejía protestante). El punto de inflexión de las relaciones de la Iglesia con las beguinas lo marca el juicio a Margarita Porete, una mística de Valenciennes que tenía como delitos proclamar en su libro "El espejo de las almas simples" una comunión directa con Dios, y haber escrito dicho texto en francés, su lengua vernácula, actos que, como hemos mencionado antes, eran comunes a un abundante número de beguinas que, por el contrario, nunca fueron acusadas. La acusación se vuelve más arbitraria todavía si tenemos en cuenta que Margarita Porete afirmaba haber sido asesorada en sus escritos por respetadas autoridades eclesiásticas. No obstante, quizás el secreto de qué encontró realmente de satánico la Inquisición en sus páginas debamos quizás hallarlo en cierta frase aislada, en la que arroja alguna pullita hacia la forma de interpretar la Biblia por parte de clérigos y teólogos. Sea por lo que fuere, la inquisición francesa se lo toma de manera personal y presiona a Margarita Porete y a su correligionario, el begardo Guiard de Cressonessart. Este último cede y se declara culpable, pero Porete se niega a abjurar de su libro y sus ideas e incluso a colaborar con el inquisidor, por lo que es condenada a la hoguera en una ejecución en la que -dicen las crónicas- las multitud quedó sorprendida por su serenidad. Lo más paradójico de todo es que (como suele ocurrir) la prohibición de libro de Margarita Porete no consigue acallarlo: más bien al contrario, la Iglesia lo había traducido al latín para los juicios, y a partir de esa versión surgen copias en otros idiomas, entre otros en inglés. Porete ha muerto, pero callando al mensajero, su mensaje ha triunfado.

Es entonces la Iglesia tiene un problema, y como suele ocurrir con otras grandes macroinstituciones cuando se enfrentan a movimientos de amplio respaldo popular, la Iglesia emplea todas las armas bajo su mano, tanto el palo como la zanahoria. En el caso de las beguinas, para no ser menos, la iglesia vuelve a dar una de cal y otra de arena: en el Concilo de Vienne, con el caso de Margarita Porete aún coleando, las obligan a desaparecer pero, nueve años después, un nuevo papa dicen que han enmendado sus formas y pueden proseguir su labor. A partir de entonces, la biografía del movimiento de las beguinas se vuelve una historia de continuos roces con la iglesia oficial, que presiona a través de bulas y órdenes inquisitoriales. Los métodos podían ser más indirectos o explícitos: desde la prohibición de que trabajadores laicos pudieran actuar en hospitales (con lo cual privaban a las beguinas de buena parte de sus tareas), hasta confiscación de sus bienes para pasar a manos de las carmelitas, o nuevas normas que presionaban a las beguinas para ingresar en esta última orden. Ante todas estas dificultades, los beguinarios decaen y se van vaciando. Muchas de sus integrantes, con la Reforma, aprovechan para escapar de esa iglesia a la que tanto ayudaban y que ahora quiere oprimirlas. En el siglo XVIII, siguen decretándose medidas contra ellas. Es evidente para todos que la gran época de las beguinas, en fin, ha pasado.

No obstante, siguió habiendo beguinas hasta una época muy reciente. En concreto, la fecha es 2013. Marcella Pattyn, por poner nombres, había nacido en el Congo belga. Era ciega, y ningún convento quiso aceptarla. Finalmente (como en una extraña alegoría de cómo se desarrollaron los acontecimientos a través de la historia), sólo encontró refugio en la comunidad de beguinas en Gante, que aún contaba con 260 componentes. Allí, se dedicó a cuidar enfermos. Luego se mudó a Kortrijk, acompañándolas otras ocho compañeras.Todas desaparecieron hasta que ella murió, poniendo punto y final a un movimiento que entre nueve y diez siglos había durado. Una forma de liberación que se le presentó por delante a la mitad siempre menospreciada de la humanidad, la cual, a falta de otras opciones, reclamaba el derecho a no ser hijas de nadie, esposas de nadie, putas de nadie, simplemente, "mujeres". Como tenía que ocurrir, ni con eso las dejaron en paz. Sin embargo, su presencia sigue visible, en los beguinarios aún en pie, en los nombres de las calles. Unas mujeres del pasado con las que estamos hermanadas, de una manera u otra. Hoy serían voluntarias, viajeras, médicas, enfermeras, filósofas, escritoras, profesoras, trabajadoras sociales. Algunas dicen que se dedican a Dios, y otras han consagrado a la humanidad a su vida: pero no por ello dejan de ser mujeres, sin necesidad de que ningún hombre las tutele. Todavía sigue habiendo beguinas; siguen existiendo, y están al lado de nosotr@s.

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