jueves, 19 de abril de 2018

El relato de abril: "El guardián de la guarida del monstruo"


A veces, estás escribiendo sobre un tema ficticio, hipotético, y la realidad llama a tu puerta. A veces, esa misma realidad influye en el cuento, de la misma manera en que el relato sirve para aprender del hecho real. En esta macabra historia (no apta para menores de dieciocho años), una reflexión sobre el mal debería servirnos, como siempre, para juzgarnos de manera crítica a nosotros mismos.

Y como resultas de este juicio, yo sólo digo: ojalá me perdonen.


El guardián de la guarida del monstruo

                María –cincuenta y muchos años, ropa de estar por casa, incluida una bata- penetra en la habitación. Una vez dentro, lo primero que hace es abrir las ventanas. Recoge a continuación todo lo que ha quedado tirado por el suelo: en esta ocasión no es demasiado, otras veces puede serlo mucho más. A veces, en la precipitación por salir, ellas –sobre todo ellas- se dejan de todo: envoltorios de condones, lápiz de labios, un sujetador o bragas. A ratos las abandonan en el mismo suelo de la habitación, aunque lo más frecuentemente es que sea en el baño. No importa lo que María localice en este lugar al principio: lo relevante es lo que va a quedar al final. Y es una habitación aseada, limpia, impoluta, para que una vez más, pueda volver a cumplirse el ciclo. Un ciclo que termina ahora, conforme María recoge las sábanas y las coloca en un cesto. Un ciclo que termina ahora, cuando María pone la lavadora y tiende la colada. Un ciclo que termina ahora, cuando María recoge las pinzas de la ropa y, bajo el cálido sol que invade la amplia terraza, recoge las fundas de cojín o las sábanas, las cuales sabe que volverán a ser utilizadas y (casi con satisfacción se vanagloria María) cuando las usen de nuevo estarán más que limpias-, dentro de unas cuantas noches, una vez más.
                Un ciclo que estará empezando ahora, en algún sitio, en alguna parte, mientras el marido de María busca una mujer que vaya a su cama esta noche, para que esa mujer y el marido de María se puedan amar.
                María dobla la funda del sofá con precisión casi milimétrica y comprueba la suave superficie que ha quedado, prestando atención a que ninguna hebra mal cosida pueda enturbiar esta trabajada perfección. Sabe que algunas chicas pueden ser muy tiquismiquis en este punto: de nada sirven todos los encantos de seducción que pueda desplegar su marido si luego se encuentran con que el salón está desordenado o cualquiera de los signos típicos del modo de vida descarriado de un soltero. En cambio, cuando se hallan con una habitación bien dispuesta, con el esfuerzo que María ha puesto en ello, las cosas siempre parecen mucho más sencillas. Incluso la sencilla decoración típica de casa de pueblo que María ha dispuesto en la casa María les parece a algunas estas invitadas –en una opinión que, escuchada por la oreja a través de la puerta, a María se le antoja una pedante extravagancia- que mantiene un curioso estilo de “moderno minimalismo funcional”. Claro que María no sabe por qué las sigue llamando “chicas”. Chicas eran entonces, hace ya veinte años, cuando por la casa de ella y de su marido pasaban mujeres esculturales, modelos rubias, pelirrojas de labios carnosos, e incluso María tenía un sedoso pelo negro cuyas canas ahora ningún tinte es capaz de disimular. A lo largo de los años, el tipo de esas mujeres fue cambiando, al ritmo atropellado y fugaz de los vaivenes de la moda: desde las esqueléticas y paliduchas con miradas más allá del bien y del mal, hasta las de atrayentes ojos oscuros que aderezaban las ardientes poses que procuraban destacar lo más posible el vértigo de sus curvas. Los únicos que no habían cambiado eran su propio marido –seguía vistiendo la misma ropa sencilla de tejanos y camiseta: ahora era más calvo, tenía más tripa y por supuesto era más viejo, pero su apariencia general seguía siendo la misma- y la vestimenta general de ella, que continuaba siendo cómoda, práctica y funcional. María dejó una caja de condones metida dentro del cajón, en la posición de siempre, y le echó un vistazo a todo. Parecía que estaba correcto. Salió de la habitación, orgullosa de lo que había hecho.
                Muchas teorías cabrían elucubrarse acerca de por qué María, por decirlo de alguna manera, era “tan tolerante”. ¿Los ingresos con los que su marido sustentaba la casa?¿Una aceptación tácita de que su marido sólo era feliz de esta manera y, por tanto, una manera de apoyarle, como había jurado en sus votos, “en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza”?
                La explicación tenemos que hallarla en la propia María, siempre “la otra”, mujer que, día tras día, lava la ropa manchada de sangre de su marido que queda después de cada noche, y a pesar de que él haga como que no pasa nada, y que ella actúe como si no lo supiera, la mujer sólo se hace la tonta, pues sabe perfectamente de qué vienen esas manchas. Proceden de que su marido es un psicópata, un asesino, alguien que tiene que matar personas cada cierto tiempo porque es su pulsión, su enfermedad oculta, algo que su mujer considera aberrante, pero que no impide que, una noche más, ella vuelva a lavar su ropa para que no le pille la policía y vuelva a sonreírle a su marido en el desayuno para que él no se tenga que preocupar. Y es que cada noche llora, sufre y reza un responso por las víctimas…
                … pero no puede evitar que, en la madrugada, cuando suena la sirena de la policía, reza más fuerte todavía, porque esas sirenas no sean por su marido, porque por favor no lo vayan nunca a atrapar…
*                                            *                                             *
                A lo largo de estos años, María sólo tuvo en dos ocasiones dudas. Una fue la segunda vez; la segunda vez que “aquello” ocurrió. La primera, como una tonta, creyó –quiso creer- la versión de su marido sobre que la cosa se había descontrolado. Que la chica había muerto por accidente. Puso por delante, por supuesto, la inocencia de su marido, y pensó: “Después de todo, la muy guarra se lo ha buscado; ella, como las otras, sólo venía aquí por medrar”. La segunda ya no. La segunda ya no podía ser un error o una casualidad. Entonces, para su dolor, descubrió qué clase de persona era. Era alguien que no estaba preparada para separarse de su marido. De su amor. Que no soportaba la idea de ver a su hombre maltratado entre rejas. Antes se mataría a ella, o las mataría a todas, ésas que sabía en su fuero interno que existían pero que, hasta entonces, no quiso reconocer, no quiso desentrañar. La segunda vez en la que dudó sobre si debía hacer algo al respecto fue cuando se dio cuenta de que las mujeres ya no venían voluntariamente, como antaño. Que las risas de alborozo y coqueteo se veían sustituidas por gritos ahogados por la mordaza y gemidos de pánico. Que las féminas de trayectoria vital hasta cierto punto cercana a la de su marido iban siendo sustituidas por personas sin edad específica, incluso en ocasiones por debajo de los dieciocho años. María escuchaba todo desde su habitación, y se angustiaba, obligándose a sí misma a captar cada uno de los ruidos, que a veces sólo podía adivinar que estaban ocasionando un tormento atroz. Y aún así, después de tanto tiempo ocultándolo, constató que su actitud no iba a cambiar, que iba a seguir haciéndolo. Se sintió despreciable al percatarse, más todavía de lo que se sentía. Pero qué le iba a hacer. Ella era así. O su amor era así. Ya no lo distinguía.
                ¿Cómo habían llegado hasta aquí? Era difícil retomar el hilo que lo había comenzado todo. Especialmente porque al principio daba la impresión de que, a partir de aquel pespunte, se iban a tejer unas líneas brillantes. Su marido era joven, era guapo, tenía una prometedora carrera en la universidad. María no entendía nada de los temas que él mencionaba, y que él refería como su trabajo, pero le parecía maravillosa la forma en que los explicaba, la cual le hacía partícipe de aquellos descubrimientos como si ella fuera parte esencial de su inspiración. María, de vez en cuando, se preguntaba abochornada cómo era posible que su marido la hubiera escogido a ella, una simple ama de casa iletrada, como sujeto de su amor, en lugar de personas mucho más interesantes como las que él tenía a su alrededor. Una vocecilla intrigante y maledicente, que la sacudía de vez en cuando desde su fuero interno, susurrándole siempre la versión retorcida de las cosas, apareció por primera vez en su matrimonio para advertirle: A lo mejor es que le gusta tener al lado a alguien que considera más tonto que él para así sentirse superior. Desdeñó a esa voz, como en otras ocasiones. No le hizo caso.
                Es verdad que su marido no era perfecto. Como todos los hombres -¡no iba a ser el único que no!- también tenía sus defectos. Al igual que suele ocurrir con los grandes terremotos antecedidos por suaves réplicas, empezaron a notarse en detalles nimios, sin consecuencias. Quizás poseía una tendencia mayor de la cuenta a desechar aquellas noticias o ideas que no le gustaban. Puede que en ocasiones se hiciera el loco con determinados aspectos de la realidad que no encajaban con la imagen que tenía de sí mismo o de su futuro. Incluso María le pilló alguna vez soltando una mentira trivial, de ésas que se sostienen tan poco tiempo que quedan desenmascaradas a los cinco minutos, con lo cual nunca tienen sentido que se digan pero, de alguna manera, para él era importante mantener esa fachada durante esos cinco minutos más; bien porque de esa manera, cuando se descubría la verdad, ya se hallaba lejos de allí, bien porque lo prefería a pesar de que tuviera que afrontar que le habían pillado en un renuncio en vivo, momento en el cual solía callar discretamente, cambiar de conversación, marcharse a otro lugar con más discreción todavía, o esgrimir una maravillosa sonrisa pícara que provocaba siempre que María le perdonara. Por otra parte, pensaba esta última, ¿era aquel defecto tan grave? Al fin y al cabo, ¿a quién le gusta confrontar de manera directa los aspectos más negativos de nosotros? A todos nos gusta vernos más altos, más guapos, más listos de lo que somos. Alguien que nos dijera todo el día que no valemos para nada, no sería una persona beneficiosa para nuestra personalidad. Todo el mundo, de manera usual, se acaba concentrando en el lado bueno, en la versión optimista de la vida. Ella misma, por ejemplo, también se dedicaba a poner una tapa encima del agujero de aquel oscuro pozo de donde de vez en cuando efluía esa voz irritante tan maligna que le soltaba cosas como: Dicen que en realidad no es tan buen profesor. Se aprovechó primero de contactos y luego de un error legal para obtener su plaza. Todo eso de que es un destacado erudito a nivel mundial son ínfulas. O la aún más infame: Dicen que tontea con jovencitas. Estudiantes o becarias a las que les hace creer que tiene alguna influencia para conseguirles un puesto, o que quedan atraídas por su aire de intelectual. El tipo de idiotas tan inocentes como tú. Pero, como decimos, María no le hacía mucho caso. Su marido le había dado todo; constituía la parte central de su vida. Y entre una sospecha cizañera sin base alguna, y las demostraciones continuas que le entregaba su marido de su amor, ¿a quién iba a creer? La decisión era transparente como el agua.
                Eso fue hasta que una noche, cuando su marido se hallaba ausente debido a una cena con otros miembros del profesorado, ella se fue a la cama pronto y escuchó, en mitad de la noche, sonidos en el salón. Se acercó con cautela creyendo que eran ladrones, pero cuando entrevió por la puerta, se encontró su marido magreándole los muslos –bien torneados, por cierto- a una chica jovencita, “una niña”, pensó María, aunque muy adulta en comparación con las que vendrían después. A la mujer se le sulfuró la sangre y se le crispó el puño, pero decidió irse a su cuarto, por temor a cometer una locura de las que se pudiera lamentar. Cuando cesaron los ruidos y escuchó el cierre de la puerta, allí estaba, solo, su marido: dormido, tumbado de cualquier manera en el suelo y (reconoció por el olor) completamente borracho. Lo achacó al efecto del alcohol, a un despiste como el que puede tener cualquiera. No le quiso dar importancia. Se marchó a la cama y supo, cuando se despertó, que su marido se había marchado antes de ella. Lo limpió todo y cuando retornó su esposo, no mencionó una palabra. Así fue como empezó.
                Después, pasó mucho tiempo sin que ocurriera nada, pero su marido acabó volviendo con otra. María supuso que la primera ocasión lo hizo de nuevo borracho, pero después, no estaba tan segura. Claro, como no le has dicho nada las primeras veces, las siguientes ha tomado confianza. Hay gente que es así, que explora los límites y las posibilidades que les ofrecen los demás, estirando las normas todo lo posible. Él tiene la caradura de hacer eso porque tú lo dejas. María acalló una vez más su vocecilla interior y siguió sin decir nada. Así hasta una noche en que la realidad, literalmente, llamó a su puerta. De nuevo el sonido de la entrada abriéndose, de nuevo los sonidos pecadores, de nuevo el furor de la lujuria que a su vez la convertía a María en una tea fulgurante… pero entonces los sonidos se empezaron a ir de madre. Se escuchó un golpe retumbante y otros cuantos a continuación, algo más sordos. María temió que a su marido le hubiera pasado algo, pero no se atrevió a acercarse al salón por temor a revelar lo que sabía, o aún peor, por terror a lo que iba a encontrarse. Sin embargo, la solución le llegó al cabo de un rato al escuchar primero la respiración entrecortada de su marido, y sus inconfundibles pasos hacia un extremo y otro de la habitación. Luego, oyó cómo salía del salón y se dirigía hacia la puerta del dormitorio. Su puerta. Corrió rápidamente para hacerse la dormida. Se escucharon un par de golpecitos suaves.
                -¿Cariño…?
                María ni siquiera recordaba bien los detalles de las excusas que le proporcionó su marido. “… invité a una doctoranda para comentar unos detalles sobre su tesis…”. “… resultó que ella quería algo conmigo…”, “… la chica se puso agresiva…”, “… cuando le dije que no, se puso como loca…”, “… nadie me creerá, cariño, tú estás viendo este desastre, lo tomarán como lo que no es, me acusarán de haberla matado a propósito…”. María no dijo nada. Tampoco confesó nada de lo que había escuchado a través de la pared, ni ésta ni las otras veces. Ella sabía desde el principio lo que tenía que hacer, y se puso a cargo de la situación. Lo limpió todo; repasó cada esquina de tal manera que ni el más experto forense hubiera encontrado un rastro, y envió a su marido a la cama. En cuanto al cadáver, una solución casera en la bañera a base de cal viva hizo los suficientes milagros. “Gracias por todo, cariño, no sabes lo que esto significa para mí”. Parecerá una tontería, pero a María la conmovieron aquellas palabras. Quizás se creía a pies juntillas la versión de su marido. Al menos, en lo que tenía que ver con la muerte de aquella chica. Al menos, al principio.
                De nuevo, hubo un parón. Pero, muchas noches después, sucedió de nuevo. Esta vez apenas hubo sonidos amatorios, y se ahogaron muy pronto los gritos de dolor. De hecho, todo sucedió muy rápido. Se prolongaron un poco más, muy suaves, los ruidos que María dedujo que eran de limpieza. Cuando se despertó, todo estaba perfecto. Bueno, casi; un rastro de sangre en una tubería era el único detalle que a su marido le había pasado inadvertido. La siguiente noche, había algún descuido más; para la décima, parecía que su marido se había vuelto perezoso. Ningún diálogo se intercambiaba entre ellos al respecto, aunque los dos eran conscientes de que la otra persona lo sabía. María hasta tuvo la ¿decencia? de dejarle en un armario del salón ropa de cama, productos de limpieza, de profilaxis de enfermedades, útiles que ayudarían a no empeorar (¿todavía?) más las cosas. Una vez, incluso, ella encontró en la cocina (hasta allí se habían extendido sus correrías) un resto de la conflagración de la noche anterior, recogiendo la prueba cuando ambos estaban presentes, y él se escudó en esa sonrisa pícara que a ella tantas veces le había encandilado, para inmediatamente después levantarse y desaparecer de la escena. En aquel momento, ella se puso tan histérica que no sabía qué hacer, si ponerse a gritar o hacer añicos la vajilla entera. Entonces pensó que luego le tocaría limpiar toda la casa, y claudicó. Hasta se rió por su propia ocurrencia: con la de cosas que estaban pasando, y ella sólo se preocupaba de cuánto iba a tener que limpiar. Ojalá a eso se resumiera todo.
                Porque María no había estado presente (al menos, en la misma sala) durante aquellos crímenes execrables, pero a fuerza de perseguir sus resacas, había llegado a conocer todas sus menudencias y los detalles más abyectos. Primero, la llegada de las mujeres, en un inicio por su propio pie, en los últimos tiempos maniatadas después de un trayecto en el coche, cazadas por sorpresa durante correrías nocturnas. Chicas que volvían tranquilas de fiestas, viajes, reuniones con amigos, para un día desaparecer y que los telediarios dijeran toda clase de barbaridades sobre ellas -empezando porque era su culpa-, para no volver a su casa jamás. Después llegarían al asalto sexual, la humillación, la violencia. Y más tarde, el horror… La sangre, las cavidades horadadas, los miembros cercenados, la monstruosidad inenarrable y absoluta… A María le resultaba imposible creer que esto pudiera hacerlo su marido. Tenía que tratarse de otra persona distinta, alguien que se comportara de modo opuesto a como lo hacía con ella. María pensó muchas veces que estaba enfermo, que necesitaba ayuda… En ocasiones se planteaba si su amor por ella no constituiría parte de esa misma enfermedad demencial.
                A estas alturas, en que por las noches escuchaba ya con claridad primero las risas a la entrada, más tarde los jadeos eróticos, a continuación los chillidos de espanto, y al final los sonidos de ocultación de pruebas, su vocecilla interior no paraba de chillar histérica: Pero bueno, ¿es que no te dan pena esas pobres chicas?¿No te dan los mil males al saber la de jóvenes inocentes que están perdiendo la vida por tu culpa de tu/mi marido? Y claro, por supuesto que me dan pena, responde María para sí misma: cómo tienes el valor de decirme que no me la dan, si cada cuchillada que escucho la siento como si se clavara en mis carnes… Pero una mezcla de devoción (aún así, a pesar de todo) al hombre al que permanece unida y que el noventa por ciento del tiempo sigue siendo la persona maravillosa de la que se enamoró, y también de temor a lo que puede ocurrir si afronta la situación de manera directa (momento en que su burbuja de autoengaño se romperá a causa de las aristas de dolorosa realidad) la impelen a permanecer callada, una noche sí y otra también, sin que la solución de llamar a la policía -¿cómo explicarles todo esto?, se pregunta; ¿cómo empiezo a contarlo?- llegue la balanza a desequilibrar. De vez en cuando, le entran ganas de mandarlo todo a la mierda y llamar a alguna autoridad, la que sea, y que le lleven a la cárcel a su marido, a ella, a todo el mundo. Pero algo debe de transparentarse en su piel en ese tipo de momentos, porque más o menos por esas fechas su marido suele comprarle algo bonito, o invitarla a un restaurante caro, y se muestra tan encantador como lo era antaño, y todo vuelve a ser como cuando eran jóvenes, y su esposo le suelta a santo de cualquier cosa una frase del tipo: “Eres tan comprensiva… tan fantástica… De verdad que no te merezco”. Frase que podría sonar a cualquier cosa, empezando por una mentira, pero que a María le hace pensar qué clase de castigo podría recibir su marido en la cárcel si le descubrieran, no tanto por el sistema (aunque a veces se lo imagina en un manicomio, con la conciencia abotargada y los sesos diluidos a causa de las pastillas), sino sobre todo por los presos, y se convence a sí misma de que denunciarle significa condenarle por fuerza a la muerte. Y por eso, pospone cualquier opción para otro día, y luego para otro, y así lo deja pasar. Hay decisiones que si no se toman la primera vez, es muy difícil adoptarlas nunca. Y quizás las propias decisiones también lo saben.
                A estas alturas, María se sentía muy cansada. Pero no un día o una semana concreta, sino un agotamiento vital, provocado por tantos crímenes sufridos madrugada tras madrugada (muertes que, a este paso, se han convertido en la suya) y también por el paso de los años, que la han dejado avejentada y sufrida, como un pañuelo usado cuyo dueño no sabe siquiera dónde se debe tirar. En su marido, por supuesto, también la edad producía sus estragos: se iban pronunciando ese asomo de calva y esa barriga. “Pero en los hombres siempre es distinto”, se decía, a veces les da una apariencia de mayor aplomo, de maduros “y, sobre todo, el mayor problema con las mujeres es que nosotras nos lo tomamos peor”. No eras así como esperabas que iba a ser tu vida, ¿verdad?, le susurraba la voz gilipollas, y María deseaba matarla, pero a ver cómo estrangulas a un producto de tu imaginación. Además, a María, por circunstancias personales, le costaba emplear a la ligera la palabra “matar”…
                Un día se hallaba particularmente rota por dentro. Había visto algo que no debía –más que otras veces- y aquello le había revuelto las tripas. Se encontraba en el supermercado, mientras su marido, con el coche, había ido a hacer un recado a otro establecimiento. Se suponía que iban a verse en el parking. A María le costaba horrores pasar los productos a la cinta transportadora de la caja, y se le debió notar más de lo esperado, porque la cajera –una chiquita joven, con cabellos rojos y pecas en la cara-, le preguntó:
                -¿Qué tal todo?¿Ha ido bien el día?
                María corroboró sin hablar. Había escuchado de esas maniobras comerciales de supermercado, de fingir interesarse por tu vida para generar “fidelización de clientes” (lo llamaban), en resumidas, hacer como si de verdad les importara lo que les estabas contando. El problema era que aquella chica insistía más de la cuenta. Parecía, para su sorpresa, como si lo estuviera diciendo en serio.
                -Si tiene cualquier problema, me lo puede contar –añadía-. Lo que sea…
                Entonces María se dio cuenta de que la muchacha estaba señalando un cartelito colgando discretamente a un lado de la caja registradora. Uno de esos que había repartido el ayuntamiento del tipo “si tienes problemas de violencia de género, esta persona está dispuesta a ayudarte”. María se rio, y fue la primera cosa que le provocaba una sonrisa de verdad en todo el día. Pobre muchacha… si ella supiera la naturaleza de los dramas que su cabeza estaba recordando…
                -No se preocupe, muchas gracias. No es nada que me afecte a mí… Pero gracias de todos modos.
                La cajera reprime discreta más comentarios, a pesar de la emoción que se refleja en su mirada. María paga y se va. Cuando llega al parking con las bolsas, su marido está esperándola, con pinta de haber actuado como espectador, desde el asiento del coche, de aquel diálogo, aunque sin duda no ha podido discernir de qué se trataba. Aún así, lanza una larga mirada a la cajera, sin ningún tono particular…
                Esa misma noche, su marido vuelve a ausentarse para una supuesta reunión con el profesorado. María ni pregunta. Sin embargo, se agita inquieta en su cama. Normalmente, cuando presiente que va a ocurrir un nuevo incidente, no es capaz de conciliar el sueño, aunque en este caso se encuentra más intranquila de lo normal, si es que a este contexto puede considerárselo normal en algún aspecto. Escucha el ruido del coche aparcando afuera. Oye de nuevo el tintineo de llaves que, para ella, ha generado un reflejo pavloviano que la lleva a transpiración, temor y vello erizado. Escucha gemidos entrecortados y llantos implorantes, y redobla sus esfuerzos por dormir, esperando alguna vez conseguirlo –quizá, una noche de éstas, lo acaba por lograr. No obstante, hoy sucede algo distinto; en algún momento la mordaza que cubre la boca de la muchacha se debe soltar, porque escucha:
                -¡No, por favor!¡No diré nada, lo juro!
                ¿De qué le suena esa voz? Un segundo más tarde la reconoce. ¡Es la cajera del supermercado! María se estremece bajo la sábana. ¿Y ahora qué hago yo?, se pregunta.
                ¿Pues qué vas a hacer, maldita imbécil?, la vocecilla interior se ha hecho cada vez más faltona con los años. ¡Lo mismo que todas las noches!¿O es que vas a actuar de manera distinta porque a esta persona la conozcas! Cualquiera de las otras ocasiones podría haber sido la cajera de otro supermercado, la hija de alguien, la mujer de alguien. ¿O es que ahora te ha dado por sumar, a tus pecados, la hipocresía? María, en puridad, a su vocecilla insistente no puede replicarle nada coherente, pero eso no evita que se revuelva, se levante de la cama (como no le ocurría desde hace años, desde las primeras veces), y durante unos segundos dé saltitos agobiada delante de la puerta, como un niño con incontinencia a la puerta de un baño. En el salón, entre tanto, la mordaza ha vuelto a ser colocada en su sitio, se han acallado los gritos, pero eso no significa que el final vaya a llegar pronto. María ha aprendido que, con el paso del tiempo, su marido ha aprendido a demorarse en los plazos: deja más espacio para disfrutar…
                Venga, deja de hacer el tonto y acuéstate, duérmete ya, como todas las noches… Eso es, dice la voz mientras ella vuelve a colocarse bajo las sábanas, lo sabía… Anda, hipócrita mía, duérmete, y haz eso que tan bien sabes de no atreverte a pensar.
                María se acuesta en la cama, pero no puede interrumpir el goteo de lágrimas.


                Diez segundos después, María se levanta, sin embargo. Marcha rápidamente y llega hasta el salón. Abre la puerta de golpe. Encuentra a su marido con el enorme cuchillo de carnicero en la mano, dispuesto a atacar. Su gesto de sorpresa al hallar a su esposa allí resulta mayúsculo. El de la cajera del supermercado no es menor, pero ella se encuentra invadida por un género mucho más complejo de emociones. María avanza lenta pero sólidamente. Su marido tartamudea al hablarle:
                -María, apártate… María, no me hagas decirlo otra vez; apártate y échate a un lado.
                Pero ya está bien. Ha llegado el momento. Por fin María va a desgañitarse en decir lo que ha callado durante tantos años:
                -¿Por qué a ellas?-pregunta-. ¿Por qué a ellas y no a mí?
                A su marido le descoloca la pregunta. No obstante, María sigue avanzando, sin apartar los ojos:
                -¿Qué te dan ellas que no te dé yo?¿Por qué no lo haces conmigo?
                Su marido la mira muy serio, sin ninguna de sus habituales bromas. Lo más serio que ha llegado a observarla en todos estos años de casado. Su mujer, con la misma resolución en la mirada que ha mantenido desde el principio, se da la vuelta y le quita la mordaza a la cajera de supermercado. No tiene necesidad de decir nada más pues, tras un brevísimo instante de vacilación, la chica sale de allí corriendo, huyendo como alma que lleva el diablo. María vuelve a quedarse frente a su marido, del que le separan tan sólo unos centímetros.
                -Yo he sido siempre la que más te ha querido… la que te lo ha dado todo. ¿Por qué no soy yo la protagonista de esta parte de tu vida?
                El marido duda, pero María se acerca tanto al cuchillo, ofreciéndose bajo el filo, haciendo que el arma toque la unión del cuello con el hombro, que se le enciende la sangre.
                -Vamos, cariño, mátame a mí… Mátame, como haces con tus putas…
                El marido de María no puede evitarlo. Levanta la mano y asesta una cuchillada a nivel del pecho. Luego otra en el abdomen. Conforme María cae, una más, a nivel del cuello, destacando la línea de la clavícula, seccionando una arteria vital…
                María cierra los ojos, dichosa, feliz por haber amado, y saber que la han llegado a amar…

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