sábado, 6 de enero de 2018

La historia real de enero. Madrileños ilustres: el tercer Pablo Iglesias


Estamos en 1822. España, tras una sangrienta lucha contra los invasores franceses, tiene por fin libertad para gobernarse a sí misma. Sin embargo, no hay unanimidad sobre cómo hacerlo. Las Cortes de Cádiz obligaron a Fernando VII a jurar la Constitución que habían aprobado años antes. Fernando VII acepta al principio pero, nada más puede, da por roto su compromiso y vuelve a los hábitos absolutistas. Sin embargo, en 1820, el general Riego, al mando de un destacamento cuyo objetivo era sofocar las revueltas en América, se vuelve en contra del rey y le fuerza a renovar su juramento. Durante tres años, el conocido como Trienio Liberal, Fernando VII acepta la presencia de un gobierno constitucional en España, pero eso no significa que vaya a quedarse quieto. Durante ese período, se codea con frecuencia con un grupo de militares de ideas afines, a los que va integrando en su Guardia Real. Un día de 1822, el 7 de julio, este cuerpo militar se rebela con el objetivo de restaurar la situación anterior. Enfrente, se encontrará con una Milicia Nacional a favor del sistema legal vigente que, de la misma manera que el gobierno de turno (con mucha pasión, aunque no siempre con el mismo acierto), tratará por todos los medios de que España mantenga ese pequeño trozo de libertad que ha conseguido. En medio de esta conflagración en la cual -como en muchas otras después- el destino del país se juega a cara o cruz, sobresale un nombre al frente de la Milicia Nacional, el cual hoy en día nos sorprende, no tanto por inesperado como por repetido: Pablo Iglesias, no Turrión (como el líder de Podemos), no Posse (como el fundador del PSOE en 1879), sino un nombre más común para el Pablo Iglesias menos conocido, el que tiene por segundo apellido González.

Conocida es la frase de Marx de que la historia se repite primero como tragedia y luego como farsa: no será este humilde blog el que se encargue de adscribir quién protagoniza un drama de proporciones shakespearianas y quién una farsa ridícula, pero hay que reconocer que hasta el mismo Marx se sorprendería ante la escasa originalidad que la Historia tiene a la hora de escoger los apelativos de sus actores. En particular, se hubiera extrañado que tres representantes de las corrientes progresistas en España tuvieran en común un apellido tan eclesiástico, aunque probablemente en la época de Pablo Iglesias González no se vería tan raro, pues mucho de los ponentes de la Constitución eran clérigos, con un nivel de compromiso social que sorprendería, por contraste, con la que manifestó la iglesia española en otras fases de su historia. En este caso, nuestro tercer Pablo Iglesias no era hijo de un peón municipal, ni por supuesto tampoco de socialistas (de hecho, ni siquiera hubiera podido definir ese término), sino de "tiradores de oro", como se llamaba a aquellos que elaboraban hilos a partir de este material, y fue de su padre de quien nuestro hombre aprende el oficio. Sin embargo, épocas turbulentas generan profesiones turbulentas: el 1808 se une a los que atacan al ejército francés, y ya no abandona las armas hasta 1814, llegando hasta el rango de coronel. En 1822, con sólo 30 años, es elegido concejal de Madrid, y en ese puesto le pilla la revuelta realista de este año, donde se erige como capitán de las fuerzas que defienden la Casa de la Panadería, en la Plaza Mayor de Madrid, entonces sede del ayuntamiento. La pelea, a cara de perro, se describe en uno de los episodios nacionales de Galdós, y también en "La araña negra", de Vicente Blasco Ibáñez; ambos bandos se muestran encarnizados en la lucha, y actúan con evidentes ragos de valor, pero al final los miembros de la Guardia Real han de claudicar y se resguardan en el palacio de su protector el rey Fernando, hoy todavía situado en la Plaza de Oriente. Por este día, las fuerzas progresistas han ganado; por un momento (efímero, sin duda, como es habitual en estos casos), los soldados de la libertad tienen oportunidad de descansar.

Apenas un año les dura el reposo. A las grandes testas coronadas de Europa no les gusta la situación en España, pues temen que pueda generar futuros imitadores. Gracias a ello, Fernando VII consiguen que le manden un ejército -los Cien Mil Hijos de San Luis- que se encargará de restablecer el orden absolutista. En aquella época, líderes liberales como Riego (ahorcado en lo que hoy es la Plaza de la Cebada al lado del metro La Latina; su cabeza decapitada es empleada para jugar a la pelota por unos críos), y también héroes de la guerra de la Independencia, como el Empecinado, sufren cárcel, destierro o son ejecutados. Pablo Iglesias González se ve obligado a huir a Cádiz, cuna de la constitución de 1812 y del liberalismo, esperando que la roca de Gibraltar le pueda servir de refugio. Pero si alguien creía que los perseguidos se iban a rendir ante aquellas titánicas dificultadas, es que no sabía que los héroes de aquel tiempo estaban hechos de una especial pasta. Pablo Iglesias González forma una sociedad secreta, llamada la Santa Hermandad, que formaba parte de la Sociedad de Caballeros Comuneros, creadas ambas con el objetivo de derrocar a Fernando VII. Intentando replicar el levantamiento de Riego cuatro años antes, en 1824, tres faluchos salen de Gibraltar en dirección hacia Málaga, pero como el viento les impide la travesía, así que dan media vuelta y se dirigen a Tarifa, donde asaltan el penal de Santa Catalina y liberan a 60 presos liberales; casi inmediatamente, les rodea un contingente de fuerzas realistas y soldados franceses. Pocos días después, el 6 de agosto, el antiguo coronel Pablo Iglesias y un grupo de 49 voluntarios zarpan de Gibraltar en dirección a Almería. Ninguno de ellos sabía que ese iba a ser el lugar donde se decidiría su sino, pero lo más probable era que, si lo supieran, tampoco se hubieran negado a ir.

Llegan a Almería el día 14 pero, alertados por los sucesos de Tarifa, las fuerzas leales a Fernando VII ya les están esperando. Los soldados realistas conducen a los "coloraos" (llamados así por el rojo de sus uniformes) hacia la Rambla de Belén -hoy a la altura de la calle Granada, en aquella época fuera de la ciudad-, les obligan a arrodillarse y les fusilan por la espalda. A Pablo Iglesias González, capturado unos días después en un pueblo cercano, se lo reservan; le montan un juicio público en 1825 que dura varias semanas. Finalmente, es ejecutado el 25 de agosto en la Plaza de la Cebada en Madrid (el mismo lugar donde unos pocos años antes ahorcaron a Rafael Riego), episodio que describe en "El terror de 1824" el periodista y escritor Galdós. Mientras tanto, los asaltantes de la cárcel de Tarifa aguantaron dieciséis días, para después ser ejecutados en la tapia del cementerio de Algeciras. En algunos camposantos de España, de tanta muerte que acumulan sus muros, deberían establecer los hospitales una sección para transfusiones de sangre.

Una de las cuestiones que me fascina de esta historia de Pablo Iglesias es que, por una serie de inverosímiles coincidencias, acaba recorriendo buena parte de los caminos de mi propia existencia: nace en Madrid, donde he vivido la mayor parte de mi tiempo, huye a Cádiz, donde nací, y luego marcha a buscar la lucha y a encontrarse con la muerte (al menos, con su primera cara, la captura) en Almería, el lugar donde me crié y de donde, si me he de considerar de algún sitio, he de considerarme. Como un extraño viajero del tiempo el cual -a semejanza de aquel relato de ciencia ficción, donde una lista de la compra y unos pocos planos de un antiguo electricista sirven para crear una religión en el seno de una sociedad postapocalíptica-, tras haber equivocado las señales, intentara seguir mis pasos (como si éstos tuvieran alguna importancia), se aproxima hasta en las fechas: muere un día antes de mi cumpleaños, sus amigos fallecen en la calle en la que vivo, horas antes desembarcan en la playa que desde mi casa casi puedo describir. Por supuesto, no atribuyo todas estas mágicas combinaciones nada más que al poder de la casualidad, que en algunos casos ha demostrado tener mayor habilidad en el montaje que el mejor de los guionistas (a pesar de que a veces se quede corta de actores y tenga que recurrir a los mismos nombres en el casting). Pero quiero pensar que esta rocambolesca cábala, a medio camino entre un cubo de Rubik y la magia negra, se trata de un recordatorio, un aviso de que los héroes que admiramos no se hallan siempre en plazas lejanas y lugares remotos, sino que transitan las mismas calles que nosotros, esperando pacientes el día en que nos atreveremos a emularlos. Pablo Iglesias González se marchó a un lugar físico con el que no tenía ninguna conexión, en lo que acabó convirtiéndose un episodio fútil, un final en cierta medida tan absurdo como el que tuvo el último Napoleón en África, donde murió bajo las lanzas zulúes mientras guerreaba a favor de los ingleses, o el epílogo del inspirador de "El príncipe", César Borgia, fallecido a causa de una herida durante el asedio de una ciudad navarra, muy lejos de la Italia renacentista donde urdió la mayor parte de sus intrigas. La diferencia, con ambos casos, es que la causa por la que murió Pablo Iglesias fue la misma que llevaba defendiendo durante toda su vida, por la cual nadie daba un real en aquel momento, enterrada bajo una losa de tierra y balas (como otras reacciones conservadoras repetirían más adelante) con las que Fernando VII se libraba de sus enemigos. Aunque quizás nuestro protagonista, en su último aliento, tuvo el pálpito de adivinar que allí no se acababa todo, y que otros Pablo Iglesias -y otros que no lo serían- se levantarían para recoger su testigo. Albert Camus dijo que fue en España, en la guerra civil, cuando su generación se dio cuenta de que era posible tener razón y sin embargo acabar perdiendo. Tanto él como otros lo veríamos reproducirse más tarde a menudo, y cada fracaso ha conllevado mucho cansancio y muchos disgustos, pero el propio Camus suscribiría el dicho de que es mejor tener razón y caer derrotado en bucle, que permanecer la paz de la inmundicia y por consiguiente, continuamente -con el sufrimiento que ello provoca-, persistir en el errar y en producir dolor.

Como única memoria a los Coloraos, se erigió en Almería un monumento, denominado popularmente "el Pingurucho", situado en la Plaza Vieja -lugar junto al que hoy en día se erige el ayuntamiento, así que Pablo Iglesias se sentiría de nuevo en su sitio-. El franquismo lo desmontó en 1943, pero aún así, cada 24 de agosto, un pequeño grupo acudía siempre a la Plaza Vieja para homenajear a los revolucionarios. Con la democracia se restableció el hito físico, aunque periódicamente se producen una serie de pugnas entre izquierdistas y políticos de signo contrario sobre la pertinencia del mismo. Un hecho que podría resultar paradójico, pues durante las últimas grandes conmemoraciones de la guerra de la Independencia muchos políticos de derechas se adscribieron la etiqueta de "liberal", y aunque las denominaciones han cambiado mucho desde entonces -de liberal a neoliberal hay más de un desacierto-, lo cierto es que las motivaciones por las que luchaban los políticos de aquella época son muy distintas de las de hoy día (casi todos sus postulados han sido aceptados, muchas de las conquistas alcanzadas en nuestros tiempos eran, para ellos, inimaginables), y cualquier político conservador actual podría considerarse sin rubor heredero de los Coloraos. A pesar de todas las matizaciones, es innegable que existe cierta renuencia en España a reivindicar los méritos de personas que tenían como objetivo cambiar el sistema establecido en un momento determinado. Quizá, porque los que ahora mismo se sientan  en los sillones más cómodos -con el mismo razonamiento que hilvanaron quienes enviaron a los Cien Mil Hijos de San Luis a España- temen que alguien pueda venir y arrebatárselo, riesgo ante el cual prefieren menospreciar ciertos logros y movimientos de los cuales ellos mismos se han beneficiado. Recientemente, en 2017, con motivo de unas obras en la Plaza Vieja, se hablaba otra vez de desmontar el monolito, mientras que otros lo defendían y pugnaban trasladar allí los restos de los rebeldes fusilados, a los que hace no demasiado, en el nicho donde se les localizó recientemente, se les ha colocado una placa. Aunque, tal vez, el destino de esos huesos es el de no descansar en paz y continuar eternamente vagando, removiendo de vez en cuando nuestras conciencias, indicándonos que el camino de una sociedad -y de nosotros mismos- es permanecer siempre en movimiento, acumulando derrota tras derrota, y cometiendo iguales o distintos errores, pero a pesar de todo, a largo plazo, consiguiendo que sus propósitos vayan más o menos triunfando. "Fracasa de nuevo", decía Samuel Beckett; "fracasa" -añadía- "mejor". Lo único que no podríamos perdonarnos sería dejar de intentarlo. Dejar de coleccionar maneras más bellas y espectaculares de fracasar.

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